martes, 4 de agosto de 2015

EL DIVORCIO NO ES LA SOLUCIÓN...

Recuerdo bien aquella tarde de verano, mi esposa y yo estábamos en un punto en el que el futuro como pareja pendía de un hilo muy frágil. Ambos arrastrábamos heridas emocionales y de alguna forma buscábamos la oportunidad de hacernos nuevas heridas. ¿Cómo es que llegamos hasta aquí? – me preguntaba, ¿acaso el orgullo era más poderoso que el amor? Necesitaba hablar con ella acerca de nuestra relación, ella no quería… Sin duda mi presencia aún le causaba dolor y alguna especie sutil de amargura. 
Le dije: “Hablemos esta noche y te prometo que la semana que viene me regreso a mi país…” Ella no quiso… A pesar de que sus ojos denotaban cierta duda, su decisión, influenciada por el orgullo, era firme. No era para menos.
Ese tonto orgullo, ese que a menudo separa dos almas que se quieren, ese que quebranta la voluntad de amar y dar lo mejor de sí sin pensar en la retribución o la recompensa, ese orgullo  que no aporta nada, ese que muchas veces solemos confundirlo tontamente  con “dignidad”, también anidó en mi cabeza.

La dejé hablando y caminé por las calles de aquella tarde soleada, sin un rumbo definido. Sólo quería estar a solas, escapar de allí, ordenar mis ideas, solo deseaba un instante de soledad. Casi siempre la carga de mis problemas lo he llevado solo, pero ahora necesitaba alguien con quien hablar, en ese entonces no tenía amigos en este país, ajeno y familiar a la vez. Sin embargo, sabía que Dios me veía, podía sentirlo. Traté de caminar fingiendo no notarlo, como si pudiera escapar de su mirada… La sensación era tan fuerte que le confesé lo que Él ya sabía. Me sentía triste, enojado, frustrado y hasta confundido. “Necesito que me hable Señor, sólo dime algo, cualquier cosa, necesito saber que no eres ajeno a mi dolor, quiero escucharte, dime que es lo que debo hacer…”
En algún momento se tocó el tema del divorcio con ella. Sin embargo, vengo de un hogar estable, mis abuelos compartieron sus vidas juntos hasta el final, mis padres están juntos, y aunque tuvieron ciertas discusiones como en toda pareja, jamás recuerdo que la palabra divorcio se haya mencionado siquiera. No quería ser yo quien rompiera esa tradición. Pero por sobretodo, soy testigo de las enormes heridas emocionales que quedan en los hijos cuando la incapacidad de resolver problemas de los padres se sobrepone a la búsqueda de la armonía y el bienestar de la familia. Mi esposa pasó por eso cuando era niña y no quería que mi hijo pasara por eso también. De alguna manera las cadenas tenían que romperse.
“Señor” – le dije mientras caminaba. “No me gusta la idea del divorcio, pero si ella lo quiere yo estoy dispuesto a dar un paso al costado”. “Tú la amas más de lo que pudiera hacerlo yo y sabes lo que es mejor para ella”. Sólo te pido que la salves, ella está alejada de ti también, no permitas que muera en pecado, dale una oportunidad para que te busque y te siga…”
Parece irónico que le haya hablado así a Dios, sé perfectamente que a Él no le gusta el divorcio. Pero en ese momento mi frustración era tan grande que hablé lo que en ese momento sentía en mi corazón. Sólo quería consuelo y dirección.
Mi necesidad de que El conteste mis palabras era enorme, me sentía vacío y deseaba tanto que sus palabras llenaran ese vacío y diera descanso a mi alma tan agitada en ese entonces. Caminé sin rumbo por las calles buscando una iglesia, quería hablar con algún pastor o líder de iglesia, buscaba un consejo. No hallé ningún templo abierto, así que solo caminaba tratando de darle sentido a mis ideas, el sol se ocultaba y la noche estrellada hacía su aparición reestrenando una belleza que mi corazón se negaba a contemplar en ese momento…
   Ya era noche y por fin encontré una iglesia. Solicité por el pastor principal y me atendió un hombre de mirada paciente y afable, trajo dos sillas al patio y nos sentamos a charlar. Como todo buen consejero me dio algunas instrucciones y oró por mí y por mi familia. Habría pasado como unos 20 minutos y entonces me dijo: “Hermano, mi yerno es pastor también y ha venido a visitarnos por fiestas navideñas, así que le pedí que dirigiera los cultos esta semana que está con nosotros. Dentro de unos minutos empezará el culto de esta noche ¿por qué no pasa?, escuche la Palabra de Dios, será bueno para Ud.” Así lo hice.
   Dentro del templo un joven pastor daba el mensaje, era sábado y el culto estaba dirigido a los jóvenes de la iglesia. Muchachos y muchachas adolescentes con ganas de servir al Creador, eso siempre me ha sido digno de admirar. El culto fue bonito, las alabanzas también. Sentado al último, sentía una relativa paz y aún con todo no deseaba regresar a casa…
   Entonces sucedió algo que marcó mi vida y el inicio de la restauración de mi matrimonio. El pastor pidió que nos paráramos para orar y terminar el culto. Se dirigió a nosotros y cuando iba a hablar, su expresión cambió… Nos miró a todos como si tratara de buscar a alguien y a la vez no saber a quién, y dijo: “Tenía pensado decirles algo diferente pero el Espíritu Santo me dijo que hablara otra cosa… Uno de ustedes ha estado pidiendo a Dios consejo sobre una situación difícil en su vida. Dios tiene un consejo y una respuesta para ti y es esta… El  divorcio no es la solución…
   Sentí como un escalofrío recorriendo todo mi cuerpo, estaba emocionado no tanto por el contenido de la respuesta – los cristianos sabemos que el divorcio no es la solución a los problemas de pareja – sino porque el autor de esa respuesta había estado conmigo, a mi lado en ese momento tan difícil. Él mantuvo su promesa y su intención de ayudarme y orientarme. Estaba emocionado porque me habló y esa palabra llenó mi corazón por completo.
   A la fecha, Dios ha restaurado gran parte de nuestra relación matrimonial, aún estamos en un proceso de crecimiento y fortalecimiento. No es fácil, el amor hay que regarlo como se riega a una pequeña planta para evitar que se marchite. Dios me dio instrucciones sencillas y precisas que descansan sobre principios tan importantes y a la vez tan olvidados por los seres humanos.  El me dijo: “Amala, ora por ella y batalla espiritualmente por tu matrimonio.”



   Esa tarde aprendí, que si uno quiere realmente un buen consejo debe refugiarse en el amor y la sabiduría de nuestro Padre Celestial. La experiencia, los estudios y la buenas intenciones de terapeutas, consejeros, amigos y familiares quedan cortos cuando se compara con la fuente de la toda la Creación. En muchos casos esos “consejos” nos llevan a una situación peor a la que estábamos y nuestro corazón queda aún más vacío que antes. La experiencia humana jamás podría compararse a la sabiduría divina. Es como comparar una gota de rocío con la inmensidad del océano.
     Esa tarde aprendí que el orgullo es una medida fácil para justificar la incapacidad de afrontar y resolver problemas. Es una careta, un antifaz que a menudo intenta ocultar el deseo genuino de amar y ser amado. El orgullo debilita la voluntad de luchar por los seres que amamos y es una puerta importante que conduce a la desesperanza, el deseo de venganza y la amargura. Y si el orgullo egoísta es tan malo, ¿por qué permitirle que eche raíces en nuestro corazón?
   Esa tarde aprendí que pese a que tus problemas evidencien un desenlace indeseado, un final doloroso o un destino fatal, siempre emerge una luz de esperanza para afrontar o cambiar tu situación. Dios no sólo se interesa por ti y tu alma sino que como Padre se complace cuando, en su voluntad, las cosas te salen bien y así mismo su corazón se rompe con aquellas situaciones que rompen el tuyo.
    Cuando Dios extienda su mano para levantarte, ten la fe y la valentía de tomarla, sólo él te ayudará a encontrar las soluciones más sostenibles y duraderas.

“Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis.” Jer 29:11

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